jueves, 26 de marzo de 2009

Curioso test sobre teatro contemporáneo

http://www1.uprh.edu/ccc/Espa%C3%B1ol/Tendencias%20del%20teatro%20contemporaneo/m%C3%B3dulotendencias.pdf

A ver que nota sacan...
(Lo comentamos en clase)

A pedido de mis estudiantes: El Personaje


El teatro no tiene héroes, por Carlos Pacheco. Enviado por el CELCIT. (08/02/03)

Hoy, los autores escriben obras que carecen de personajes fuertes y se concentran en la trama. Se acabó la época de las Bernarda Alba y las Madre Coraje. Una de las últimas criaturas de peso fue Roberto Zucco, de Bernard Marie Koltés.

Desde hace dos décadas, aproximadamente, las obras teatrales están mostrando una notable ausencia de grandes protagonistas. Más allá de que muchos textos ni siquiera contienen una historia que se desarrolla siguiendo una estructura convencional, es habitual observar a varios personajes entretejiendo una pequeña trama o en su defecto mostrándose, simplemente, como integrantes de un mundo extremadamente caótico.
Más aún, cuando se suelen poner grandes clásicos no siempre sus protagonistas mantienen su verdadero poder en la escena, como el caso de la polémica versión de "La casa de Bernarda Alba", de Federico García Lorca, que Vivi Tellas presentó el año pasado en el San Martín.
Extrañamente, uno de los últimos grandes protagonistas del teatro contemporáneo es "Roberto Zucco", pieza del francés Bernard Marie Koltés, que a fines de la década del 80 sintetizó lo que vendría. En uno de sus parlamentos dice: "No soy un héroe. Los héroes son criminales. No existen héroes que no tengan las ropas empapadas en sangre, y la sangre es lo único en el mundo que no puede pasar inadvertido. Es lo más visible del mundo. Cuando todo haya sido arrasado, y una bruma de fin del mundo envuelva la tierra, siempre quedarán las ropas de los héroes empapadas en sangre".
Koltés tomó para su obra un caso policial real, la historia de un delincuente, un asesino serial que mataba sin una causa aparente. El dramaturgo, en declaraciones a la prensa cuando estrenó su obra, destacó que en verdad estos seres iban a ser los grandes héroes trágicos de la escena contemporánea y que además esos delincuentes iban a ocupar las tapas de los diarios.
En los 90, dos autores alemanes divulgados en la Argentina -Marius Von Mayenburg "Cara de fuego" (en Córdoba, con dirección de Marcelo Mazza, se estrenó como "Cabeza quemada" y en Buenos Aires vimos una versión de la compañía lituana de Oskaras Korsunovas con el nombre "Ugnies veidas") y Helmut Krausser, "Cara de cuero" (se estrenó en Córdoba con dirección de Jorge Díaz y en Buenos Aires, dirigida por Analía Couceyro, se dio a conocer dentro de un ciclo semimontado en el Instituto Goethe) conciben textos en los que los personajes que conducen la acción son dos jóvenes que, en franca rebeldía contra las estructuras sociales y familiares, se desarrollan a través de actitudes violentas. En la primera obra citada, uno de ellos termina quemando la casa en la que vive con sus padres y hermana, y en la segunda el otro amenaza a la policía, desde su encierro en un departamento, con una gran sierra eléctrica.
Si bien ambos personajes pueden resultar fuertes testimonios de una realidad contemporánea, ninguno alcanza la dimensión de gran protagonista. Su heroicidad pareciera estar devaluada. O, parafraseando a Koltés, tal vez sus ropas ya han comenzado a mancharse de sangre y no podamos reconocerlos.
El autor argentino Mauricio Kartun, uno de los maestros de dramaturgia más importantes de la Argentina, destaca que esta ausencia de grandes personajes en el teatro actual no puede darse por una sola razón. "Se trata como siempre de múltiples factores -apunta-. Pero quizás el más influyente sea el descubrimiento que ha hecho el teatro, resignando en manos del cine la grandilocuencia, del poder de la condensación, de lo micro ampliado, de la levedad como relieve posible y elocuente. En estas nuevas poéticas que se han instalado como hegemónicas, y que basan su poder justamente en el destaque de lo mínimo: la no actuación, los estados; no hay proporción posible para los caracteres de gran formato: héroes y villanos resultan en ese marco inevitablemente sobreenfáticos, y hasta algo paródicos".
Kartun reconoce también que el predominio de una dramaturgia escénica, "esa que no nace del imaginario personal del autor, sino de la improvisación de un grupo de artistas sobre el espacio teatral mismo", hace compleja la aparición de personajes importantes. "Los procedimientos creativos -agrega- que producen a estos personajes exigen siempre un enorme poder subjetivo, y esa actividad, la colectiva, no suele contenerlo ni facilitarlo."
PERSONAJES CLASE TURISTA. El español Paco Zarzoso, de quien se estrenará entre nosotros en 2001 "Umbral", bajo la dirección de Fernando Piernas, prefiere abordar el tema con un ejemplo en el que la fotografía ocupa un lugar preponderante. "Siempre me ha inquietado ver fotografías antiguas -dice-. Sobre todo retratos colectivos. No sé por qué, siempre que veo esas fotos, aparte de inundarme de una cierta melancolía, descubro que detrás de cada uno de los rostros retratados hay un ser humano especial, complejo, poliédrico, misterioso: mineros, espectadores de un partido de fútbol, pescaderas, gente de las notarias, prostitutas..."
En las fotos contemporáneas, en cambio, el autor dice no ver personas sino gente. "Gente sin aristas, sin misterio, gente vulgar, da igual la clase social o la actividad que realicen. En las fotos antiguas parece que detrás de cada una de las miradas a la cámara hubiera una conciencia del tiempo. Una cierta trascendencia. Podríamos hablar de viajeros de la vida que se detienen un instante para ser atrapados. En cambio, en las fotos actuales, vemos turistas, turistas inconscientes del tiempo. Quizás, y ahora vuelvo al teatro, el material con el que trabaja el dramaturgo hoy en día sea esa clase turista. Por eso nuestra escena está llena de los llamados no-personajes."
Entre las nuevas generaciones de autores argentinos la reflexión resulta tal vez más determinante. Luis Cano, autor de "Los murmullos", que se ofreció en el Teatro San Martín, aportó como respuesta un texto poético que dice: "El héroe: viejo emblema teatral convertido en tierra. El héroe nos trae un problema de raíz: nuestros escombros son demasiado parecidos a las personas. El héroe de nuestra historia fue molido a palos, cortado en versos. Su cuerpo quebrado da que pensar: ¿tendremos que escribir con su carne picada?, ¿con la basura? La respuesta es la medida que demos a nuestro espanto, a nuestra disconformidad. ¿Cómo representar este desastre? No hablo del discurso postizo de lo que decimos, sino ¿cómo contar con teatro?¿Presentando al viejo personaje, siempre bueno para el resumen de nuestras ideas? El patricio cansado. ¿Repitiendo otra forma de inteligencia autoral? Por más estéticamente correcta que sea nuestra posición, ¿qué va a decir este nuevo fetiche, si no hay en verdad quién lo diga? Desrepresentados. El nuestro es un problema de articulación, de preguntarnos por el espacio y por el sonido de esas palabras, no por el abanderado. ¡Que las palabras lleven sus distintos vestuarios!"
SIN REGLAS CLARAS. Partiendo de considerar que las buenas dramaturgias las escriben "los personajes mismos", Mauricio Kartun lamenta que las nuevas generaciones dejen a los grandes personajes, "ya que con su ausencia se pierden también las extraordinarias posibilidades dramáticas, filosóficas, éticas e ideológicas que en su ambición solían conducir".
Paco Zarzoso sostiene que en la clase turística de la que habla sería bueno que algunos personajes "miraran a sus abismos como lo hizo Woyzeck. Esa clase turista tiene que inspirar personas que respiren el aire infinito de Medea después de matar a su hijo".

"Estamos en un medio revuelto -concluye Cano-, y salvo la crisis no hay reglas claras. El escritor ni sabe ya cuál es su rol. Hoy que el teatro es algo que se come, nuestro papel busca en relieve ser algo más difícil de tragar. Frente al fracaso, a las muertes, contar (con) algo que está roto, una belleza que nos rompa la calma."

Carlos Pacheco. La Nación. 31 de enero de 2003

viernes, 20 de marzo de 2009

La construcción de la representación



"La distancia entre los dibujos y pinturas de cadáveres de Géricault y la representación de La Balsa de la Medusa muestran con claridad la distancia entre el impacto de lo real y la construcción de una imagen, resultado de una composición mediada por la ideología, en la que los datos de la observación son introducidos"
José Sánchez, Prácticas de lo real en la escena contemporánea

El impacto de lo real (cadáveres de Géricault)



La irrupción de lo real



Lejos del maquillaje de un realismo impresionista. ¿Cómo representar a Chéjov hoy?
Un escena del Vania de Veronese

Lo real crudo en escena



Andre Antoine y sus puestas en escena: la abolición del telón pintado y del decorado de cartón. La voluntad de preservar lo real de su anulación en la representación de una realidad construida de acuerdo a esquemas y cómplice, por tanto, de las pretensiones de los primeros realistas.

Luego llega Stanislavsky:

"Para Flaubert, como para Stanislavsky, no se trataba tanto de imitar la realidad, sino de escribirla o materializarla escénicamente, de escribir o escenificar, una realidad artística idiferenciable de la realidad efectiva".

La vida es la clave en el realismo stanislavskyano. Si el realismo de Coubert se basaba en la inmovilidad (muerte) y el de Flaubert, en el tratamiento de personajes como cosas, el de Satnislavsky, lo que intenta atrapar es la vida.

Algo paradójico, pues en ningún otro escritor como en Chéjov la vida aparece reflejada de un modo más agónico, más próximo a la muerte."

"De hecho las descripciones de la puesta en escena de La Gaviota permiten entreveer que el éxito del realismo stanislavskyano dependía en gran parte de la ocultación de la realidad material bajo diversos velos: el de los vestuarios sencillos que dulcifican la cotidianeidad, el de las palabras susurradas que amortiguan el discurso, el de los sonidos lejanos, que disfrazan el silencio, el del ritmo matemáticamente construido que resituye el de la experiencia vivida.

La ilusión de vida se lograba mediante la minimización de los fragmentos o detalles con los que se componía y, por tanto, de sus bordes, de sus suturas en un procedimiento paralelo al desarrollado internamente por el actor en la búsqueda de la llamada "línea contínua". La cobertura atmosférica y la distancia impedían la visibilidad del artificio"

(José Sánchez, Prácticas de lo real en la escena contemporánea Visor Libros).

El origen del mundo




Primero: El origen del mundo de Coubert luego una artistas contemporánea lo recrea. Tanja Ostojic.

Tanja Ostojic. After Courbet, L´origin du Monde, 2004.

Description:
Presented on the rotating billboards in the frame of EuroPart exhibition in the public space in Vienna December 2005/January 2006. The work was removed after 2 days as a result of enormous media scandal at the point when the Austrian Prime minister was about to overtake the chair in the EU. Over hundred of articles and over thousandth of readers comments witness about it in a very interesting and complex way. The poster 3,5 X 4m size was reerected on the fasade of Forum Stadt Park, Graz from January-March 2006. Over periods in history nudity is revolving in the public mirror, but taken for its symbolic value in society it frequently served as a carrier for another message in the first stance. Besides the composition and the reference to the title (L´origin du Monde, “Birth of the World”, oil on canvas, 1866, 46 X 55 cm, by Gustav Courbet), beyond the image my reference to Courbet is appending directly to his position as an artist, who was concerned with the class struggle during the time of the Paris Commune and believed in an emacipatory role of art in society. His art works have been banned from shows and he was as well arrested primarily of political engagement. The painting l´origin du monde remained hidden more then 120 years in private collections and is on the display in the Museé d´Orsay in Paris since 1980-ies. In a consequent thought I believe this recent interpretation of mine wouldn’t have provoked the mass media scandal if the blue underwear wouldn’t feature the EU flag on it at such a problematic moment in Austrian political reality. In the tradition of my earlier works like “Crossing border series”, and the “Integration Project” 2000-2005, I continue my critical view on the politics of exclusion and the issues of bio-politics in the EU. The body of the women on the picture – myself - belongs to somebody that does not belong to the EU territory, somebody that speaks from the migrant women perspective and has been discriminated because of not being citizen of this elitist political & economical space.

El mundo contemporáneo mira al realismo


Los realistas: Coubert





"La pintura es un arte esencialmente concreto y sólo puede consistir en la presentación cosas reales y existentes"
Coubert, 1861

domingo, 15 de marzo de 2009

Un Chéjov para los actores




Yo creo que dentro de doscientos o trescientos años, la vida sobre la tierra será hermosa, mucho más hermosa que ahora.

Cuando Chéjov puso estas palabras en boca de uno de sus personajes en 1901, tan optimista juicio estaba sujeto a distintas lecturas —¿mesianismo social, esperanza, ironía?-, un siglo después, plagado de guerras, masacres y genocidios, la afirmación recogida por Daniel Veronese en su adaptación de Las tres hermanas no vale siquiera como chiste o sarcasmo, suena simplemente a falso, casi un mero acto de lenguaje que se hace visible desde su oquedad, un texto bien aprendido. Este contraste entre lo que es mentira y lo que es verdad en el teatro puede servir para adentrarse en la última propuesta del dramaturgo y director argentino, Un hombre que se ahoga. La obra crece sobre este tono de abierta falsedad, porque todo en este montaje es, en primer lugar y antes que nada, teatro, fingimiento, engaño e interpretación; sin embargo, a pesar de ello, contiene un enorme grado de verdad humana, de desolación y desamparo. Este es el reto de toda construcción artística —es decir, artificiosa— llegar a producir un sentimiento de verdad a partir de una mentira, y en el teatro, arte de la representación por excelencia, el reto se convierte en un verdadero ejercicio para equilibristas de la escena, como puede definirse el trabajo de Veronese, siempre en esa cuerda floja que convierte la representación en un espacio movedizo de inestabilidades.

Veronese ha conseguido imprimir en este texto su rara poesía escénica. En este sentido, aunque el punto de partida es una obra de Chéjov, el resultado tiene mucho que ver con sus últimos montajes, como Mujeres soñando caballos o La forma que se despliega, donde se aludía y a esos «textos bien aprendidos». En todos ellos la obra teatral nos habla de su profunda condición escénica, llevando a cabo una reflexión acerca del espacio de interpretación y encuentro que es el teatro, de su ser como proceso-de-actuación, sobre el sentido de presencia que ganan los actores y la mirada siempre cercana del público que hace posible y sostiene el fenómeno teatral. Utilizar la obra de arte para reflexionar sobre el propio hecho artístico es, por otra parte, una característica esencial del arte moderno, que no deja de referirse a sí mismo, y a través de él a muchas otras cosas.

El núcleo de este montaje es el actor en el proceso inmediato, físico y emocional de la interpretación, lo que es sin duda un componente central de todo fenómeno teatral, que en este caso se manifiesta como principio y fin de la obra.

Si a lo largo de la historia más reciente del teatro occidental se han acuñado etiquetas como «teatro de directores» o «teatro de autores», este sería un teatro sobre todo de actores, lo que no excluye a autores y directores. Como resultado tenemos una difícil ecuación que define el alto nivel de creatividad que ha demostrado la escena de Buenos Aires durante el último decenio. Un hombre que se ahoga se representa en un nuevo espacio habilitado en El Camarín de las Musas, uno de los enclaves importantes del nutrido mapa teatral porteño. Se trata de un espacio alargado en el que no se ha querido ocultar cierto aspecto destartalado, que haría pensar en un lugar de ensayos o talleres antes que en un escenario donde se representa una obra ya acabada. El escenario queda delimitado por dos hileras de sillas, la una a lo largo de la pared del fondo, y la otra en frente, detrás de la cual se sitúan las gradas para los espectadores. En el medio hay un sofá de dos plazas mirando al público y dos sillones enfrente; un mueble de madera y un mapa mundi completan una escenografía que ofrece un aspecto de improvisación, como si fueran muebles viejos a la espera de ser sustituidos por el verdadero mobiliario que servirá para la representación final. Una iluminación neutra, carente de efectismo, sumerge a público y actores en un mismo espacio, lo que queda acentuado en las representaciones de los domingos por la tarde, con una luz natural que entra por el techo. Cuando el público ingresa en la sala, los actores se encuentran ya en la escena, las tres hermanas apretadas en el sillón de cara al público, la doctora en la fila de atrás, leyendo el periódico, a su lado Tusembaj y Solioni, y el resto disperso en las otras sillas, un poco al azar, confundidos casi con los espectadores que se van colocando en las gradas. Los actores esperan tranquilos, relajados en sus respectivos asientos, puede ser que incluso cansados de todo el día; muestran cierta indiferencia en algunos casos, un no sé qué de indolencia o desgana, que uno no sabe si atribuirlo a los actores o a los personajes que pronto han de nacer —¿o quizá ya están ahí, antes de que empiece la propia representación?—, mientras esperan, absortos en cualquier cosa, que termine de entrar el público para iniciar una obra que a lo mejor ya ha comenzado. Están vestidos con sus ropas habituales y todo hace pensar que podría ser un ensayo o ejercicio teatral antes que la representación definitiva. Desde el principio todo tiene un aire extraño, que no oculta, sino al contrario, el profundo carácter teatral de lo que allí va a ocurrir. «¡Aquí se va a hacer teatro!» parece advertirnos el propio espacio.

El hecho de que no se anunciara un día oficial para el estreno, sino que los ensayos fueran abriéndose progresivamente al público, resulta coherente con la estética planteada. Antes de las representaciones a taquilla, en la asistencia a alguno de los ensayos finales, uno tuvo la sensación de que todavía faltaba bastante para que la obra estuviera acabada, al menos en cuanto a la escenografía y vestuario. Luego, volviendo a ver el espectáculo en cualquiera de sus representaciones regulares, se constata que todo ese efecto de no-estar-acabado, de estar-en-proceso, en construcción, es el núcleo mismo desde el que se construye una obra que quiere ser un ejercicio de exploración siempre nuevo, aunque se repita cada noche, una pura emoción en desarrollo, o mejor dicho: red de emociones y afectos, desplegándose frente al público en ese aquí y ahora inmediatos de la representación, en interrelación constante con los demás actores, y también con la emoción de los espectadores, como si fueran unos personajes/actores más, invitados a ese espacio de encuentro y convivencia, de tensiones y afectos; o siguiendo la teoría del autor, se trataría de acabar con el ilusionismo escénico para volver a ganar una sensación de verdad emocional, volver a confrontar lo seguro y convencional, que sostiene todo sistema de representación previamente consensuado, con ese espacio de inseguridad que supone la presencia humana, como es el propio actor: "Romper la magia para volver a crear estados de credibilidad", como se dice en uno de los Automandamientos.

Cuando empieza la obra nada cambia, ninguna luz especial o música que indique el comienzo de algo, aparte del aviso que hace una voz desde las primeras filas para que se apaguen los teléfonos móviles. El silencio se hace más intenso y comienza a hablar Osmar Núñez, que interpreta el personaje de Olga, y que continúa recostado en ese sofá de dos plazas, junto a sus dos hermanas, Luciano Suardi que hace de Masha y Claudio Tolcachir como Irina, los tres apretados en el sofá de cara al público. Para alguien familiarizado con la escena porteña no resulta difícil reconocer estas caras, más aún cuando aparecen vestidos de modo habitual. Olga recuerda el día en que murió la madre, como en el texto de Chéjov; continúa Irina haciendo referencia a ese sueño que debería mover la acción, pero que terminará sin mover nada (casi todo el público conoce el asunto, y los actores también), el sueño de mudarse a la capital, «Vender la casa, liquidar todo y volver allá», entonces Olga se dirige al público para aclarle que «Está hablando de Moscú. Allá es Moscú», aunque el espectador no sabe a quién de los dos, a Olga u Osmar, ha de agradecerle la aclaración, que obviamente no está en Chéjov, al menos no dirigida directamente al público, y que por otra parte resulta innecesaria además de por de sobra conocida, porque en la siguiente intervención Irina va a despejar toda duda, pero por si acaso Osmar hizo la aclaración, tampoco le costaba tanto, un nuevo acto de lenguaje que hace visible ese nivel verbal que es el texto que están interpretando. Los actores no abandonan nunca el escenario; cuando no les toca actuar permanecen esperando, sentados en las sillas que delimitan el espacio de actuación. Sin embargo, tampoco queda claro quiénes son los que esperan ahí sentados, si los actores o los personajes, pues estos no dejan de tener una relación entre ellos cuando están esperando, con frecuencia se miran, se agarran la mano o se acarician el pelo, a veces incluso intervienen desde el sitio donde están sentados, esperando el momento de su actuación, o dirigen una mirada hacia otros actores, supuestamente fuera del espacio de representación, pero sin embargo siempre ahí, tan presentes, tan reales.

Si, por un lado, se podría pensar que se trata de un nuevo juego metateatral —actores interpretando a Chéjov, lo que no sería nuevo en la historia de la puesta en escena de sus textos—, por otro, no hay una línea que diferencie nítidamente el espacio de la actuación de un espacio de no actuación, sino que ambos se confunden, lo que difumina los contornos de la representación. No sabemos muy bien cuándo interpretan y cuándo no, cuáles son los planos de representación, pero lo que sí luce con meridiana claridad son sus innegables presencias en la escena, ese estar-ahí, actuando, mirándose, acariciándose, sonriéndose, distanciándose, peleándose, abrazándose, apoyándose unos a otros, dándose comprensión, criticándose, cayendo en la desesperación, al borde de las lágrimas, hiriéndose o persiguiéndose, tan desamparados en mitad de esa marea humana de emociones y soledades. La obra crece sobre este espacio liminal, un espacio de confusión en el que se ve sumido el propio espectador, que no sabe cómo poner orden en ese ámbito de contornos difusos recorrido por explosiones de intensidad y estados de desidia.

Este es otro de los «automandamientos» del autor: «Conferir imprecisión a la formas que se presenten demasiado estables» (313). El eje de tensiones definido por el actor frente al personaje, su presencia frente a las palabras, el fingimiento frente a la emoción verdadera, el objeto de la mirada frente a los sujetos que miran (que incluye tanto a los espectadores como a los actores/personajes que presencian —mejor que «observar», porque ya lo conocen— el trabajo de sus compañeros) se traduce en un espacio de inestabilidades que avanza con creciente densidad, cada vez más extraño e inquietante, y al que contribuye igualmente el planteamiento dramático.

El mundo del arte está lleno de azares, caprichos y coincidencias que luego se olvidan en función de exégesis y teorías sólidamente construidas. El punto de partida de este proyecto es el deseo de Veronese de trabajar con un grupo de actores, grandes protagonistas y viejos conocidos muchos de ellos del mejor teatro argentino actual. La necesidad de buscar una obra que se adaptase a estos le terminó conduciendo al texto de Chéjov, pero para hacer coincidir la distribución de personajes por edades y sexos, optó por cambiar el género, de modo que los personajes femeninos fueran interpretados por los actores, y los masculinos por las actrices. Sin embargo, se mantuvieron los nombres originales del texto (Veronese dice que porque no encontró nombres sustitutorios para personajes tan emblemáticos, pero la intención de extrañamiento es evidente); por otro lado, tampoco se trató de realizar ningún juego de travestismo, de modo que los hombres parecieran mujeres y viceversa, pues tanto los hombres como las mujeres interpretan como tales. Más allá de ocurrencias azarosas, y utilizando la poética del propio autor, este juego de confusiones, ver a la pequeña Irina en el cuerpo alto y fuerte de Claudio Tolcachir, a la compleja Masha con el gesto indolente y la violencia contenida de Luciano Suardi o la Natasha provinciana transformada en un jovencito moderno e impertinente interpretado por Pablo Messiez, se va a convertir en una estrategia clave para arrojar una mirada periférica sobre el clásico ruso, un motor de desestabilización que respete el texto original, dándole la vuelta al mismo tiempo, para ver qué pasa, o en palabras del autor:

«Practicar a toda hora la manipulación con total independencia de la razón. / Confiar en el desarrollo del instinto periférico» (309).

El cambio de género, más de los actores que de los personajes, que mantienen en muchos casos los parlamentos originales, funciona como un elemento más de distanciación dentro de ese juego de tensiones actor-personaje, y al mismo tiempo contribuye de modo fundamental a la construcción de la obra como un espacio de confusión e inestabilidad, incluso de géneros. Aunque solo sea en un tono anecdótico, los personajes cuestionan en diferentes ocasiones la pretendida claridad de la identidad sexual, lo que se puede considerar como una alusión explícita a esa maquinaria de desestabilización en la que se convierte la obra.

Así le dice Masha a Irina: «¿Pareces una muchacha. De cara te pareces a una muchachita. [...] ¿No serás una muchachita vos?», o más adelante el doctor Chebutikin, convertido en doctora: «me confundían con un jovencito, doctorcito me decían las chicas», y más tarde la misma Irina tratando de defenderse del cortejo amoroso de Solioni: «No, no me pongo colorado. Que desubicada es, Solioni. Qué patética. Fíjese. Aquí usted parece el hombre y yo la mujer», hasta que tiempo después termina afirmando el propio Solioni, aunque en otra situación: «quiero decir que todo está perdiendo los contornos», mientras que la confusión de Chebutikin parece crecer: «Yo ya no sé qué sos vos. Quizás vos tampoco seas una mujer, Andrei, quizás seas un hombre. Bueno, si me permiten... creo que voy a vomitar», y Masha ya no puede más: «Me estoy volviendo loco. Las ideas se me confunden».

Convertir a las tres hermanas en tres hermanos permite llevar a cabo una interesante reflexión acerca de los roles de género en la sociedad occidental, lo que en la poética del autor se traduciría en ese

«Sabotear las expectativas del espectador» (310).

Los hombres son ahora los que se presentan en una situación de indefensión, de mayor desolación vital y confusión existencial, mientras que las mujeres asumen un papel activo. Esto se hace especialmente llamativo en las frecuentes situaciones sentimentales que articulan la trama dramática, pues es ahora la mujer la que trata de conseguir al hombre, mientres este es el que se resiste o termina accediendo resignado. Lo extraño de la situación desde un punto de vista cultural hace visible una vez más ese estar-actuando que define el tono escénico del montaje, la teatralidad explícita y aceptada de todo el planteamiento, a lo que aludíamos al comienzo del ensayo con la cita acerca del maravilloso futuro que le esperaba al mundo en doscientos o trescientos años y que resulta tan poco creíble como ver a un varón corpulento y de mirada apacible que se llama Olga; ahí radica el tour de force, en hacer verdad lo increíble. Mientras tanto, por otro lado, se hace posible la expresión de unas actitudes que la convención cultural dominante suele impedir, como el carácter débil, desubicado, pero al mismo tiempo profundamente humano, del hombre, más allá de estereotipos acerca de su identificación con el poder, o la condición de la mujer como principio de acción, construcción de poder y fuente de violencia.

La adaptación dramática del original de Chéjov apunta también a la potenciación de ese clima de confusión que se vive en la escena. Aunque la acción transcurre a lo largo de cuatro años, las cesuras temporales no están marcadas y las acciones se superponen creando un efecto de condensación, donde no está claro cuándo empieza un episodio y termina otro. «Hice como un batido –explica Veronese (en Pacheco 2004)-. La estructura quedó, pero muchas escenas del original se han corrido de lugar. Muchos personajes están en lugares indebidos». La obra sucede como una especie de continuo escénico. Frente a una propuesta dramática que se mueve entre el estancamiento y la desintegración, característica del autor ruso, el escenario se hace más visible como espacio físico de (re)presentación y principio de integración, al menos como continente de la trama que se alberga en ese espacio. Si en el nivel dramático se suceden referencias a distintas acciones cuyo transcurso temporal no se desarrolla de manera clara, el espacio y el tiempo de la escena parecen, por el contrario, detenidos en esa situación única de encuentro, reflexión y experiencia emocional. Paralelamente, si el debilitamiento de la trama potencia la dimensión espacial inmediata, material y concreta, la poca clarificación de las identidades de género de los personajes resalta al actor como presencia física.

Finalmente, ambos niveles temáticos ceden importancia, pues el seguimiento exacto de las acciones o la determinación genérica de los personajes empiezan a resultar supérfluas frente a un componente espacial y físico que se alza como el verdadero protagonista de la obra, sin dejar por ello de estar impulsado por esa misma trama como mecanismo de desintegración. La realidad de las situaciones interpretadas se termina imponiendo como una verdad (de la actuación escénica) suficiente para creer en la obra más allá de sus contradicciones o juegos de confusiones. Este es el reto escénico planteado como motor de la creación poética. El plano dramático-textual, tal y como aparece en el programa de mano, sobreescrito sobre el espacio de la representación, se superpone a los otros niveles de la obra: el nivel físico, el plano de la actuación o la realidad inmediata (y no referencial) del espacio. Esos actores dicen e interpretan unos textos, pero sin dejar de ser ellos mismos, distancia que queda denunciada desde la propia contradicción de los géneros; nunca renuncian a sí mismos, a ser actores argentinos determinados por unas circunstancias sociales, históricas y humanas concretas, sin por ello dejar de interpretar al mismo tiempo el texto, como dos realidades teatrales que conviven en tensión dentro del espacio de la representación: la poesía de la actuación frente a la poesía del texto potenciándose mutuamente. Esa poesía de la actuación, que Veronese consigue hacernos percibir en un sentido casi esencial por la tremenda realidad que adquieren esas presencias, constituye una de las claves de su poética, expresada en esta ocasión a través de Chéjov. De ahí que el director afirme su deseo de desaparecer como tal, para dejar ver de forma directa, sin mediaciones, los acontecimientos escénicos, la actuación como proceso y suceso, ahí, inmediata y real:

cada vez tengo más deseos de ir a la verdadera esencia de la actuación. Siempre intenté estar desaparecido como director. [...] Quiero que la gente vea y diga: «Esto está sucediendo acá». No es una representación de algo ensayado, sino un suceso que acontece en este momento, en este tiempo y en este espacio. Esta es una obsesión (en Pacheco 2004).

Lo que queda al final de las obras dramáticas de Chéjov son esas presencias desoladas en mitad del espacio, el espacio de la ficción dramática, que es también el espacio escénico. La dramaturgia del autor ruso termina focalizando la escena y la presencia activa en ella de los actores como pilares inmediatos y reales sobre los que se construye la obra. Quizá por esta posibilidad que brinda de pensar a través de ella el espacio y el encuentro en él de actores y público, es por lo que esta ha sido una compañera de viaje del teatro occidental del siglo XX desde Stanislavski hasta nuestros días. A principios del siglo XXI parece que no ha perdido actualidad como instrumento para seguir pensando el teatro y los nuevos horizontes que este tiene planteados en la era de los medios y las comunicaciones de masas. En este tiempo de tecnologías y comunicaciones a distancia, de desaparición de las presencias en beneficio de realidades virtuales, la escena continúa hablando de un tipo de comunicación profundamente humano, que solo puede funcionar a través del encuentro físico e inmediato de dos o más individuos en un mismo espacio, un tipo de comunicación que va más allá de las palabras, que funciona a través de las emociones y las presencias, de los movimientos, las miradas y los gestos, y que sigue siendo, aún a comienzos del siglo XXI, una actividad insustituible, la vida como (re)presentación, resaltando la importancia de este segundo elemento presencial, físico y sensorial, tan a menudo olvidado. La obra de Veronese —quizá también la de Chéjov— nos habla, en última instancia, de la actuación y la presencia como fuerzas de resistencia frente a inercias culturales, ejercicio de desmitificación de lugares hechos y falsas soluciones: «me interesa el lugar de la desmitificación, que los actores sepan que el teatro son ellos con sus cuerpos, sus miedos, sus posibilidades y sus virtudes; pero también con sus defectos» (en Durán 2004).Óscar Cornago Bernal, CSIC

Referencias bibliográficas:
Pacheco, Carlos, "Daniel Veronese, de la mano de Chéjov", La Nación (29.09.2004).
Durán, Ana, "Tristeza nao tem fin", Los Inrockuptibles 84 (octubre 2004), p. 47.
(Fuente: Archivo Virtual de Artes Escénicas. Óscar Cornago Bernal)
(En la foto: Espía a una mujer que se mata, por Veronese)

Prácticas de lo real por José Sánchez


La experiencia de la pérdida de la realidad que se manifestó durante el período postmoderno no era un fenómeno nuevo. Había ocurrido con anterioridad, de forma visible en los primeros años del siglo veinte, cuando los escritores sintieron la impotencia de las palabras para representar una realidad que no se dejaba conceptualizar y que les asaltaba (Hofmannsthal) o se retrayeron a una construcción visionaria de lo real que obligaba a la destrucción de la sintaxis y de los esquemas de representación; el expresionismo hizo entonces del solipsismo un programa artístico (“ya no hay nada exterior: sólo yo soy real”, proclamaba Hatvani), ante la imposibilidad del sujeto de ordenar el caos de la realidad externa de otro modo que desde su propia visión. El retorno de lo real se produjo en los años treinta, de forma traumática, precedido por las llamadas de atención de la nueva objetividad y del teatro épico.

La búsqueda de lo real más allá de la imagen presenta ciertos paralelismos con la búsqueda de la realidad más allá de la palabra propuesta por los escritores vieneses y después por los expresionistas. Desde ese punto de vista, cabría considerar muchos de los juegos postmodernos de deconstrucción de la imagen y los media como paralelos a la destrucción sintáctica practicada, desde distintas ideologías por expresionistas, dadaístas y surrealistas. La sospecha hacia la palabra habría sido sustituida por la sospecha hacia la imagen compleja de los medios espectaculares de comunicación y entretenimiento. El convencimiento de que esos medios no restituían la realidad quedaba neutralizado por la fascinación que sus construcciones de realidad producían.

La reacción se produjo a mediados de los noventa. “El retorno de lo real” fue el título de un influyente ensayo publicado por Hal Foster en 1996: partiendo de una descalificación de la lectura “simulacral” de Warhol realizada por Barthes, Foucault, Deleuze y Baudrillard, abordó el estudio de la obra de éste desde la idea de lo traumático formulada por Lacan, para plantear una nueva interpretación del hiperrealismo, del apropiacionismo y del arte de lo obsceno y de lo abyecto. Dos años más tarde, Maryvone Saison expondría en Los teatros de lo real (1998), la preocupación manifestada durante la década de los noventa por dramaturgos y directores, especialmente franceses, por recuperar la capacidad de relación con lo real, una preocupación ambivalente, ya que muchos de los ejemplos citados por Saison parecen más bien responder al efecto de reacción descrito por Baudrillard, la búsqueda de la experiencia inmediata, que al esfuerzo de construcción de realidades que incluyan nuevamente lo real oculto.

Frente a la disociación de lo real (reducido durante la época posmoderna al ámbito de lo privado) y la realidad (concebida como construcción ilusoria, acumulación de imágenes), en la década de los noventa resurgió la necesidad de buscar una conciliación, de encontrar vías para permitir la inclusión de lo real en la construcción llamada realidad y liberar al mismo tiempo a la realidad de su andamiaje virtual para anclarla nuevamente en el terreno de la experiencia concreta y, de ese modo, poder intervenir sobre ella. El “retorno de lo real” implica también, obviamente, la opción por una práctica artística directamente comprometida en lo político y en lo social.
[3]

Las prácticas escénicas en esta última década se han hecho eco de ese interés por lo real más allá de su conversión en signo, en elemento narrativo o en imagen demudada. No se trata de mostrar la posibilidad de presentar lo real prescindiendo de cualquier construcción, sino de mostrar que la incorporación de la composición formal o incluso de la ficción al tratamiento visual y narrativo de lo efectivo no tiene por qué acabar ocultándolo. En la misma línea cabría entender la atención renovada hacia la palabra como antídoto a los trucos de la imagen: de ahí el auge del periodismo literario y la imbricación de ficción, autobiografía y documentalismo en la producción literaria contemporánea. Por último, habrá que referirse a la aceptación del cuerpo como medio ineludible de relación con lo real, rescatando una tradición que arrancó en los años sesenta, y a los modelos relacionales, que impiden el solipsismo mediante la necesidad de la respuesta.

El retorno a la realidad no implica la recuperación del realismo, aunque resulta inevitable reconocer ciertos paralelismos en las motivaciones de aquellos escritores y pintores que a mediados del siglo XIX decidieron romper con los modelos de representación que ocultaban lo real y se lanzaron a la construcción de una literatura y un arte comprometidos con la restitución de la realidad a los lectores, una restitución que favoreciera la comprensión y facilitara la acción. Las recurrentes polémicas sobre el realismo que se han sucedido desde finales del siglo XIX dan cuenta de la dificultad para definir el concepto y la necesidad de aceptar diversos tipos de realismo, correspondientes, por otra parte, a diferentes conceptos de realidad y también a diferentes modos de entender la relación entre realidad y verdad.

Para los primeros pintores realistas, la verdad residía en la realidad material, privada de espíritu y de prejuicios: el de Courbet (y el de Antoine) fue un realismo fotográfico aún antes de que la fotografía pudiera desarrollar plenamente su capacidad reproductora. En cambio, para los últimos naturalistas, la verdad residía en el movimiento y en la vida, algo mucho más cercano a los valores propios a la burguesía ya en decadencia: el de Maupassant (y el de Stanislavski) fue por tanto un realismo impresionista, que adelantaba el modo de producción de la ilusión de vida que caracterizaría al cine mayoritario.

Bertolt Brecht fue quien con mayor rotundidad descalificó ese realismo que se conforma con la producción de la apariencia de vida, es decir, con la producción verosímil de la ilusión y optó por una interrupción que pusiera en evidencia lo real ya no entendido como individual o concreto, sino como estructura y superestructura. Fue él quien desligó el realismo de la forma realista al afirmar: “mientras por realismo se entienda un estilo y no una actitud se seguirá siendo formalista y nada más”.[4] El realismo de una obra debe ser más bien medido, según él, por su carácter “combativo”, es resultado de un compromiso ético, el de aquellos que son realistas no solo en el arte, sino también fuera de él.
(Fuente, Archivo Virtual de Artes Escénicas, enlace, en Lista de sitios para visitar)
(En la foto un montaje contemporáneo de La Gaviota de Chéjov)

Bergman habla de Chéjov


CHEJOV Y EL CINE

Entrevista a Ingmar Bergman, por Bengt Forslund





Chejov ha esculpido una brillante obra literaria. Su estilo posee una llamativa impronta visual. Este aspecto del dramaturgo ruso es destacado por Ingmar Bergman, el gran director sueco, hacedor de films memorables como El séptimo sello, Detrás del vidrio oscuro, El huevo de la serpiente, La fuente de la doncella, Fanny y Alexander. Bergman destaca los méritos artísticos del fim La dama del perrito, de Josif Heifitz (1959), adaptación de una obra de Chejov. A partir de esta ponderación, Bergman se desliza hacia consideraciones esenciales sobre el arte cinematográfico: el primer objetivo del cine es conseguir que "el espectador no reflexione ni un instante sobre el hecho de que está sentado en un cine viendo una película; uno no tiene más remedio que dejarse arrastrar en una sucesión de hechos dirigidos directamente al sentimiento". Y, por otro lado, el cineasta escandinavo, frente a la intrascendencia del nouvelle vague del cine francés, defiende la temática como aspecto esencial de todo arte, un querer decir algo, el deseo de expresión de un sentido.


-Ud. ha hecho notar con frecuencia que los cuentos de Chejov son unos argumentos cinematográficos casi perfectos. ¿Puede precisarlo un poco más?

IB: Sí. Leyendo un cuento de Chejov no hay manera de evitar el percibir lo increíblemente sugestivo que es desde el punto de vista visual. Hay una atmósfera formulada siempre con toda claridad y precisión y la caracterización de los personajes se nos ofrece en rasgos perfectamente limpios y definidos. Y en cuanto al diálogo, pues hay mucho diálogo en sus cuentos, no hay sino que mantener los lados derecho e izquierdo como en un guión. Chejov es, en otras palabras, fácil de traducir al lenguaje cinematográfico, lo que no es muy frecuente. La razón está en el hecho de que Chejov es un dramaturgo, piensa siempre de una manera escénica, incluso dentro de su producción novelística.

-Cuando dirigió la La gaviota en el Teatro dramático, durante el mes de febrero, me enteré de que Ud. hizo que toda la compañía fuese a ver la película La dama del perrito (1959, Josif Heifitz). ¿Qué perseguía con ello?

IB: Durante los ensayos se habló bastante de la sensualidad de Chejov. No me refiero, por supuesto, a sensibilidad erótica de ninguna especie, sino a la sensualidad que abarca y afecta todos los sentidos. En La dama del perrito, precisamente, uno experimenta el olor, y la luz, y el calor, y el frío y la sugestión de los roces entre los personajes y hasta el peculiar aroma de una habitación... En realidad, no hay nada que falte en esta película. Uno vive con todos los sentidos. Chejov ha inspirado tanto al director que éste, a su vez, ha llegado a recrear toda la atmósfera del original. Podemos convenir, por ejemplo, en que pocas películas habrá que sugieran la idea del color con tanta intensidad como ésta, a pesar de estar realizada en blanco y negro. Uno siente en color. Acuérdese del principio: los días cálidos llenos de sol y de viento, la pereza, el aburrimiento, la sorda y latente presión del otoño colgando todavía en el aire...

-Pero Heifitz se ha permitido muchas libertadas con respecto al original, porque en él no hay muchos de los personajes y de los detalles que aparecen en la película.

IB: De acuerdo, sí. Pero estos personajes y esos detalles se encuentran en otras obras de Chejov. No hay nada en la película que no sea de Chejov, no hay nada que se creen libremente. En realidad, la película es tan enormemente fiel a Chejov, que yo en contadas ocasiones he visto una película-apenas después de Diario de un cura de campaña, de Bresson-que fuese tan fiel al original. Y mientras la película de Bresson lo era de una forma aburrida, mal digerida, La dama del perrito lo es de una forma brillante y fiel al mismo tiempo. A pesar de que usa todo el tiempo medios convencionales de expresión con la cámara, se siente siempre nueva. Y ha logrado algo que, a mi juicio, constituye el punto máximo del arte cinematográfico, esto es, que el espectador no reflexione ni un instante sobre el hecho de que está sentado en un cine viendo una película; uno no tiene más remedio que dejarse arrastrar en una sucesión de hechos dirigidos directamente al sentimiento.

-Entonces, enfrentando la "nouvelle vague" con películas como La dama del perrito...

IB: No quiero enfrentar nada, pero no puedo dejar de sentir el vacío de las películas francesas. Lo esencial para mí es y seguirá siendo el tema. La temática es esencial en todo arte, y a la temática tiene que sujetarse la forma. No puede ser al contrario. No es la forma la que ha de dominar el tema, sino el tema el que ha de imponer la forma. Por eso es por lo que La dama del perrito se recibe como una bendición, como un vaso de agua fresca, después de haber estado obligados a beber mal Pernod durante mucho tiempo. Lo que yo creo es, sencillamente, que las películas francesas actúan con el envenenamiento del sensacionalismo. Y, a pesar de ello, cualquier profesional ve lo simple que son sus artimañas.

-En otra palabras, lo que a Ud. le atrae de películas como Don quijote (1957, Don Kishot), Pasaron las grullas (1958, Mihail Kalatozov) y La dama del perrito es la concentración en lo esencialmente humano, el tema del individuo en relación con sus semejantes.

IB: Eso es. Cualquier película que "quiera algo" me parece mucho más significativa que esas películas que no dicen nada, que no quieren nada. ¿En qué queda su astucia formal, su futilidad temática, frente a La dama del perrito que, a pesar de utilizar medios convencionales, se siente tan brillantemente inconvencional y bienhechora? No tiene más que pensar en ese coraje de atreverse a ser lento, casi inmóvil, para poder dar después a la película esa enorme intensidad en cuanto se acelera. Y otra cosa que me maravilla es la total ausencia de sentimentalismo, tan frecuente en las representaciones de Chejov que se hacen en el extranjero. Sentimiento hay y en gran medida, pero lo que es sentimentalismo, ni una gota. Y otro tanto habría que decir de la estupenda manera que la película tiene de equilibrar lo cómico y lo trágico, que siempre existe en Chejov. En fin...Yo podría ver esa película miles de veces. (*)

(*) Fuente: Originalmente publicado en la revista sueca "Tidskriften Chaplin" y, luego, reproducida en la revista española "Nuestro cine", n 2, agosto de 1961, pp-13-14.

Lo que opina Chéjov sobre el teatro de su tiempo


«El 26 de noviembre de 1881 Sarah Bernhardt, la actriz más famosa de Francia, que acababa de regresar de América y Viena, viajó a Moscú. Durante doce noches representó La dama de las camelias, de Alejandro Dumas hijo, en el teatro Bolshoi. Sarah Bernhardt no tuvo buenas críticas en Moscú, pero ningún periodista fue tan severo como Antón Chejonté [seudónimo usado por el joven Chéjov] en El Espectador en los meses de noviembre y diciembre de 1881. A pesar de las habilidades histriónicas de la Bernhardt, Chéjov declaró que era tan inexpresiva y tan tediosa que “no volvería a escribir sobre ella aunque el editor me pagara cincuenta kopeks por línea”. La clave de la reacción de Chéjov era que “no tiene chispa, lo único que nos hace llorar lágrimas calientes y desvanecernos. Cada suspiro de Sarah Bernhardt, sus lágrimas, su extenuante gesticulación y toda su interpretación no es más que una lección bien aprendida y sin fallos”».
«La actriz del drama chejoviano (Arkadina en La gaviota) es también una exhibicionista egocéntrica a la que hay que contener. La crítica a la Bernhardt es el primer disparo de la guerra que Chéjov como dramaturgo, y más tarde Stanislavski como director, iban a librar contra las estrellas del escenario y sus pretensiones».
[Extracto de Antón Chéjov. Una vida, de Donald Rayfield. En la foto, Sarah Bernhardt.]

Consejos a un escritor


• Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir.

• Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.

• Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.

• No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.

• Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.

• Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.

• Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.

• Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.

• Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado.

• Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.

• Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu cabeza está cansada.

• Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.

• Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.

• Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.

• No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.

• No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones -sean intelectuales o campesinos-; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos.

sábado, 14 de marzo de 2009

Dos Vanias




Dos puestas de Tío Vania: el presente y el Teatro de Arte de Moscú.

Mi vida en el arte

Tres siglos y siempre Chéjov




Dos maneras de montar a Chéjov: El Teatro de Arte de Moscú y Daniel Veronese,mucho para investigar.
"Sólo quiero decir a la gente con toda honradez: mirad qué aburrida y deslustrada es vuestra vida. lo importante es que las personas lo entiendan; si lo entienden, seguramente inventarán una vida diferente y mejor. El hombre se volverá mejor cuando le hayamos mostrado cómo es."
Chéjov. Carta sin fecha