domingo, 15 de marzo de 2009

Prácticas de lo real por José Sánchez


La experiencia de la pérdida de la realidad que se manifestó durante el período postmoderno no era un fenómeno nuevo. Había ocurrido con anterioridad, de forma visible en los primeros años del siglo veinte, cuando los escritores sintieron la impotencia de las palabras para representar una realidad que no se dejaba conceptualizar y que les asaltaba (Hofmannsthal) o se retrayeron a una construcción visionaria de lo real que obligaba a la destrucción de la sintaxis y de los esquemas de representación; el expresionismo hizo entonces del solipsismo un programa artístico (“ya no hay nada exterior: sólo yo soy real”, proclamaba Hatvani), ante la imposibilidad del sujeto de ordenar el caos de la realidad externa de otro modo que desde su propia visión. El retorno de lo real se produjo en los años treinta, de forma traumática, precedido por las llamadas de atención de la nueva objetividad y del teatro épico.

La búsqueda de lo real más allá de la imagen presenta ciertos paralelismos con la búsqueda de la realidad más allá de la palabra propuesta por los escritores vieneses y después por los expresionistas. Desde ese punto de vista, cabría considerar muchos de los juegos postmodernos de deconstrucción de la imagen y los media como paralelos a la destrucción sintáctica practicada, desde distintas ideologías por expresionistas, dadaístas y surrealistas. La sospecha hacia la palabra habría sido sustituida por la sospecha hacia la imagen compleja de los medios espectaculares de comunicación y entretenimiento. El convencimiento de que esos medios no restituían la realidad quedaba neutralizado por la fascinación que sus construcciones de realidad producían.

La reacción se produjo a mediados de los noventa. “El retorno de lo real” fue el título de un influyente ensayo publicado por Hal Foster en 1996: partiendo de una descalificación de la lectura “simulacral” de Warhol realizada por Barthes, Foucault, Deleuze y Baudrillard, abordó el estudio de la obra de éste desde la idea de lo traumático formulada por Lacan, para plantear una nueva interpretación del hiperrealismo, del apropiacionismo y del arte de lo obsceno y de lo abyecto. Dos años más tarde, Maryvone Saison expondría en Los teatros de lo real (1998), la preocupación manifestada durante la década de los noventa por dramaturgos y directores, especialmente franceses, por recuperar la capacidad de relación con lo real, una preocupación ambivalente, ya que muchos de los ejemplos citados por Saison parecen más bien responder al efecto de reacción descrito por Baudrillard, la búsqueda de la experiencia inmediata, que al esfuerzo de construcción de realidades que incluyan nuevamente lo real oculto.

Frente a la disociación de lo real (reducido durante la época posmoderna al ámbito de lo privado) y la realidad (concebida como construcción ilusoria, acumulación de imágenes), en la década de los noventa resurgió la necesidad de buscar una conciliación, de encontrar vías para permitir la inclusión de lo real en la construcción llamada realidad y liberar al mismo tiempo a la realidad de su andamiaje virtual para anclarla nuevamente en el terreno de la experiencia concreta y, de ese modo, poder intervenir sobre ella. El “retorno de lo real” implica también, obviamente, la opción por una práctica artística directamente comprometida en lo político y en lo social.
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Las prácticas escénicas en esta última década se han hecho eco de ese interés por lo real más allá de su conversión en signo, en elemento narrativo o en imagen demudada. No se trata de mostrar la posibilidad de presentar lo real prescindiendo de cualquier construcción, sino de mostrar que la incorporación de la composición formal o incluso de la ficción al tratamiento visual y narrativo de lo efectivo no tiene por qué acabar ocultándolo. En la misma línea cabría entender la atención renovada hacia la palabra como antídoto a los trucos de la imagen: de ahí el auge del periodismo literario y la imbricación de ficción, autobiografía y documentalismo en la producción literaria contemporánea. Por último, habrá que referirse a la aceptación del cuerpo como medio ineludible de relación con lo real, rescatando una tradición que arrancó en los años sesenta, y a los modelos relacionales, que impiden el solipsismo mediante la necesidad de la respuesta.

El retorno a la realidad no implica la recuperación del realismo, aunque resulta inevitable reconocer ciertos paralelismos en las motivaciones de aquellos escritores y pintores que a mediados del siglo XIX decidieron romper con los modelos de representación que ocultaban lo real y se lanzaron a la construcción de una literatura y un arte comprometidos con la restitución de la realidad a los lectores, una restitución que favoreciera la comprensión y facilitara la acción. Las recurrentes polémicas sobre el realismo que se han sucedido desde finales del siglo XIX dan cuenta de la dificultad para definir el concepto y la necesidad de aceptar diversos tipos de realismo, correspondientes, por otra parte, a diferentes conceptos de realidad y también a diferentes modos de entender la relación entre realidad y verdad.

Para los primeros pintores realistas, la verdad residía en la realidad material, privada de espíritu y de prejuicios: el de Courbet (y el de Antoine) fue un realismo fotográfico aún antes de que la fotografía pudiera desarrollar plenamente su capacidad reproductora. En cambio, para los últimos naturalistas, la verdad residía en el movimiento y en la vida, algo mucho más cercano a los valores propios a la burguesía ya en decadencia: el de Maupassant (y el de Stanislavski) fue por tanto un realismo impresionista, que adelantaba el modo de producción de la ilusión de vida que caracterizaría al cine mayoritario.

Bertolt Brecht fue quien con mayor rotundidad descalificó ese realismo que se conforma con la producción de la apariencia de vida, es decir, con la producción verosímil de la ilusión y optó por una interrupción que pusiera en evidencia lo real ya no entendido como individual o concreto, sino como estructura y superestructura. Fue él quien desligó el realismo de la forma realista al afirmar: “mientras por realismo se entienda un estilo y no una actitud se seguirá siendo formalista y nada más”.[4] El realismo de una obra debe ser más bien medido, según él, por su carácter “combativo”, es resultado de un compromiso ético, el de aquellos que son realistas no solo en el arte, sino también fuera de él.
(Fuente, Archivo Virtual de Artes Escénicas, enlace, en Lista de sitios para visitar)
(En la foto un montaje contemporáneo de La Gaviota de Chéjov)